En la ventosa costa británica de Francia, el abad Adolph Juelienne Foure pasó casi diez horas todos los días durante 25 años, esculpiendo más de 300 figuras en una enorme sección de roca sobre el mar. Las estatuas cuentan la historia fantástica de la familia Rotheneuf, una tribu de contrabandistas, piratas y pescadores fuera de la ley del siglo XVI. Por qué el sacerdote francés dedicó el último tercio de su vida a la escultura de esas creaciones en el peñasco, nadie sabe.
Sin embargo, sabemos algo mejor que sucede diariamente en nuestras vidas, motivado por el Espíritu Santo que habita en nosotros. Debemos ser moldeados por él mediante la obra de la cruz y esculpidos como piedras en el templo vivo de Dios, la Iglesia. Esa tarea exige todo nuestro tiempo y energía, no como obreros, sino como siervos dispuestos a someternos a las manos amorosas de nuestro bendito Maestro.
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